Cuentan de un pintor chino que se perdió en su cuadro. Quizá algún emperador o algún mandarín o algún perito o algún dios le pidiera lo pintara. Él, sin duda, lo realzó muy por encima, muy lejos de tal solicitud. Lo pinceló tan delicado -el paisaje o lo que riera- que decidió penetrarse en el lienzo, perderse -en verdad, quedarse- en la hermosura. En su hermosura. Creada. Yo, seguro, quisiera perderme en la pena preciosa de mis versos. Quedarme ahí. Suicidarme en mi escrita belleza. Pero, enfermo, al contrario, al maldito contrario, nunca me pierdo en mis poemas. Me encuentro.
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