Lorca

Federico García Lorca al Duende de la Cruz y de la Sangre de los Gitanos de Vitoria

Museo BIBAT, Vitoria-Gasteiz 

Señoras y señores lorquianos, buenas tardes. 

Al comenzar una charla como ésta suele ser de rigor explicitar algún agradecimiento. Con frecuencia, tal agradecimiento no responde a una emoción sincera sino que se reduce a un mero tópico frío, a un mero formalismo sin carne caliente. Muchos de ustedes me conocen -y Federico también- y saben que yo soy incapaz de deshabitar mis palabras de efusión. Es decir, soy incapaz de pulsar palabras deshabitadas de mí. Por eso, desde toda la agitación de la poesía, quiero -quiero- agradecer muy hondamente a ese verso que es la profesora Elisa Rueda su invitación para hablar hoy y aquí, ante ustedes y ante él, de mi Federico. Quiero agradecerle también el haber encarnado los poemas lorquianos en estos gitanos de cobre y aceituna, en estos gitanos de Vitoria, en estos mis amigos gitanos dulces de limón amargo. Y quiero agradecerle también a la buena y profesora Elisa Rueda su afán por hacer vida de la poesía en este momento en que, como casi siempre, como Federico, la poesía está condenada a muerte. 

En España se sigue matando a Federico cada vez que no se le lee. Cada vez que no se representa alguna de sus prodigiosas obras teatrales. Cada vez que no se le recita. Ya no hace falta fusilarlo de nuevo. Es suficiente con ignorarlo. Con silenciarlo. Desde hace un tiempo se ha vertido una nueva cortina de humo sobre su altísima literatura. Se ha fomentado interesadamente la polémica absurda sobre si hay que buscar, desenterrar e inhumar con honores sus restos. Cuánta estolidez mostrenca. Los huesos de Federico están bien donde están. Donde nunca debieran haber estado si no se hubiera cometido aquel crimen de lesa poesía que fue asesinarlo. Los mortales restos, en verdad los inmortales restos lorquianos que debemos cuidar hasta el amor exhausto son sus versos. A ésos es a los que hay que dedicar toda lo potencia de cada hombre y de las instituciones del Estado.


Con entusiasta reiteración recuerdo a mis alumnos la fascinación de Federico por Cristo. Por la cruz. Yo estoy convencido de que Federico yace allá en Víznar en decubito supino, de espaldas, con los brazos abiertos como sus palabras. Un crucificado sin madera de la cruz. Como Jesús de Nazaret, Federico de Fuentevaqueros fue crucificado por decir palabras poéticas. El uno profería su lancinante verdad en parábolas hermosas y el otro en hermosas tragedias. Ambos fueron asesinados por ser hombres de palabras exactas. Por ser dioses pequeños de palabras grandes. 

Piero Menarini insiste en la identificación entre Jesús y Federico. La obsesión lorquiana por el pobre y revolucionario salvador aparece ya en su juventud y se permanece en toda su corta vida. Incluso se sabe de una primeriza tragedia de Federico intitulada precisamente así, Cristo. Federico, como tantos de sus personajes, se reconoce víctima predestinada al sacrificio. Su vida pública, como la del Cristo, consiste en no callarse. Su muerte, su martirio, testimonian la autenticidad de su mensaje. Asesinarlo hizo radicalmente verdad, radicalmente fuego, las palabras de aquel señorito andaluz elegante y bello.  

Juan Ramón Jiménez, el poeta transparente y perfecto, escribió que la muerte de Federico “es la muerte que por su obra y su vida le esperaba, la muerte que él, niño, no sé cómo ni por qué,  se fabricó; la muerte que él estilizó como un romance; que hubiera y no deseado”. Juan Ramón Jiménez, el poeta perfecto y transparente, también escribió que parecía que Federico “presintiera la muerte… Estaba en Madrid y fue a buscarla a Granada. Aún le veo cuando, poco antes, se despidió de mí… La guardia civil no le perdonó el magnífico romance…” 

De la misma manera que había que crucificar el misterio metafísico de Jesucristo había que matar el duende de Federico. Había que matar a aquel hombre cuya protesta lírica era -y sigue siendo- tan peligrosa para el sistema de poder. En efecto, Lorca fue aquel hombre honesto que quería saber. Aquel hombre que de ninguna forma pretende pasar por la vida pasando de la vida. Aquel hombre que busca, que merodea, el perquiridor que necesita, por honradez intelectual, empeñar todas sus potencias en informarse. Federico era un señorito. Para él hubiera sido mucho más cómodo perder su vida refrescando manzanilla. Pero no. Federico es aquel hombre íntegro que traiciona a su clase social, la alta burguesía, para abrirse las venas por los demás. Para comprender empáticamente a los perseguidos.  


Lorca, pues, aquel hombre honesto que quería saber. Pero, además, Lorca es aquel hombre lúcido que no sólo busca la respuesta. Sino que la encuentra. Federico halla la respuesta. Federico, aquel hombre frágil, aquel homosexual luchador y púgil, aquel poeta racial e irredento halla la respuesta. Su lucidez espantosa, insoportable, le descubre que la realidad es lisa y llanamente, profundamente, una tragedia. Sólo tragedia. No más que tragedia. Llanto. Por una parte, la tragedia metafísica, la tragedia cósmica de la muerte, de la tierra seca, de la certeza de la vulnerabilidad humana, del implacable silencio de Dios. Por otra parte, la tragedia social de la maldad del poder. Lorca descubre que, inexorablemente, el poder es malo. Que para tener poder hay que ser malo. Que para ser poder hay que ser perverso -perverso, lo contrario a un verso-. Lorca descubre que cuanto más poder más maldad. Que cuanto peor es el hombre más poder tiene. Así el Pedrosa. Y la Guardia Civil lorquiana. Y el Nueva York de los blancos. Y Bernarda. Bernarda Alba. La negra Bernarda Alba dos meses después de cuya escritura Federico es ejecutado. Desde su lucidez Lorca desenmascara el poder. La tragedia es ésta: el poder aniquila sistemáticamente al débil. A la frágil libertad. A Marianita Pineda. A los gitanos. A los negros. A la hija menor de la Bernarda. Hay que matar a este Lorca lúcido que ha desentrañado el útero del maldito poder divino y humano. 

Lorca, pues, aquel hombre honesto que quería saber. Aquel hombre lúcido que, además, sabe. Pero esto no acaba aquí. Lorca, por si fuera poco ser honesto y lúcido, es poeta. Añade a su condición ética su cualidad estética. No sólo sabe. Sino que sabe decir lo que sabe. Sabe decir bellamente lo que sabe. Federico podría haberse callado. Una vez sabida la respuesta haberla callado. Pero no. Federico es aquel hombre valiente. Aquel poeta valiente que no se calla. Federico dice lo que sabe. Dice en versos penetrantes, afilados, inmensamente fuego, lo que sabe. Lorca es el moderno Prometeo. Roba el fuego de la verdad a los dioses  para entregárselo en versos de fuego a los hombres. Y ya sabemos cómo acabó Prometeo. Hay que matar a este ígneo poeta honesto, lúcido y valiente.


Juan L. de la Cruz, autor de la conferencia,
durante su intervención
en el Museo Bibat de Vitoria Gasteiz
Lorca, pues, aquel poeta honesto, lúcido y valiente. Pero aún hay más. Aún hay un adjetivo más que aplicar a aquel hombre portentoso. Federico era carismático.  Encandilador. Atractivo. Embaidor. Fascinante. En una palabra mágica: Federico era irresistible. De él decía Vicente Aleixandre que era hechizante. De él decía Luis Buñuel que era una obra maestra. De él decía Pablo Neruda que reunía la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada cristalina. De él decía Ángel del Río que poseía poder de conquista. Federico era eso, un conquistador. No un conquistador de tierras. Claro. Un conquistador de almas. Era imposible no sucumbir el alma ante Federico. Era imposible no escucharlo. Federico no sólo quería saber y sabía y sabía decir lo que sabía. No. No sólo eso. Es que además a Federico le escuchaban. El pueblo se hacía multitud para escucharle. Y si no comprendía cabalmente su alta poesía sí intuía lo jondo de su perturbadora denuncia, el iceberg caliente de su insondable sugerencia. Por eso lo mataron. Porque el pueblo escuchaba al poeta alto. Al poeta duende. Arturo Serrano Plaja lo anotó con amoroso acierto: “A Federico le han fusilado por eso, porque el pueblo le quería y le hacía homenajes y porque las floristas de las Ramblas le llevaban flores”.

Él no lo sabía. Claro. Que los años treinta serían sus últimos años. Él no lo sabía. Claro… O tal vez sí. O tal vez sí. Porque, ¿qué otra fosa que la de la muerte le puede esperar a quien en los convulsos años treinta del siglo XX, aquellos años matarifes,  se proclamaba como él lo hacía? Por aquel entonces Federico declaraba vertiginosamente que “en este mundo yo siempre soy y seré partidario de los pobres. Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega”. Por aquel entonces Federico también declaraba vertiginosamente que “el impulso de uno  sería gritar todos los días al despertar en un mundo lleno de injusticias y miserias de todo orden: ¡Protesto! ¡Protesto! ¡Protesto!”  Por aquel entonces Federico le confesaba vertiginosamente a Dámaso Alonso que “yo soy revolucionario, porque no hay un verdadero poeta que no sea revolucionario”. Está claro. Él lo dejó muy claro. Su fidelidad al bien lo exigía muy claramente. El mal tenía que matar a Lorca.


A Federico le encantaría que hoy, aquí, los gitanos le cantaran. En verdad que todo el que le lee pertenece a la gitanería de la Andalucía universal. A esa gitanería que él reconoce y recrea y estetiza y sublima. Esa gitanería que es la metáfora excelsa de la fragilidad y la libertad y la belleza. Las tres rosas que en el infierno del jardín de Lorca son una y la misma rosa. Federico es gitano y flamenco de la misma manera que Federico es una mujer como Rosa la de los Camborios. O como Marianita Pineda y Adela, que no son gitanas ni flamencas pero, por supuesto, son lorquianamente gitanas y flamencas. Federico es gitano y es flamenco y es mujer y es negro y es homosexual y es Jesucristo y es poeta. Por todo esto en una entrevista de 1935 decía: 

“…no siento vergüenza de llorar, viendo bailar a un niño con los pies desnudos, desarrollando la llama de la euritmia viva de su corazón tierno, con el ritmo heroico de todo el pueblo mío, de toda la historia nuestra envueltos en las cenizas calientes de la casta, guiñando el ojo cuco de la ironía del Sur, templada por el sol que seca las sales del agua marina de Cádiz y endulza las soleras del vino de Jerez. 

“Que no se cansen los intelectuales en bucear los arcanos de la erudición.

“Lo flamenco es una cosa viva con los pies hundidos en el barro caliente de la calle, con la frente en los vellones fríos de las nubes desgarradas.,

“Es para cuatro tíos locos, para cuatro poetas como yo, y para los gitanos verdes, para borrachos y otras gentes de mal vivir…”


A Federico le encantaría que hoy, aquí, los gitanos de Vitoria le cantaran. Porque los gitanos de Vitoria no son de Vitoria. Los gitanos de Vitoria, como todos los gitanos de Lorca, son apátridas. Como la caverna de Platón o la casa de Bernarda Alba los gitanos de Vitoria no están en ningún lugar porque están en todos. Porque son universales. Ecuménicos. Completos. Todos vivimos en esa platónica caverna y todos vivimos en esa negra casa de Asquerosa. Lo que no es tan evidente es, en esas nuestras inevitables residencias, quién es gitano y quién es guardia civil.  

Como un verdadero rey Midas, Federico, todo lo que tocaba, lo convertía en símbolo. Federico elevaba a mito la pequeña realidad que transcribía. Federico fue un gitano mítico y, como creador de mitos, fue también un griego clásico. Federico gitano y griego. Su asesinato, el asesinato de aquel poeta señorito, le convirtió en gitano. Le elevó a mito. Como mito, incorpóreo, pura alma, ente puro, hoy está aquí mismo, aquí mismo, gitano él entre sus gitanos, llorando su permanente verso para quien pueda oírle. Su permanente verso. Este verso. Claro. “Mira, aquí está, yo tengo el fuego en mis manos”. 

Muchas gracias.
Juan L. de la Cruz Ramos
Vitoria, 27 de mayo de 2014

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