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Pasaba el día en la casona. La casona. La ciudad trasladada, exhibida en el campo. Cortinones. Caoba. Bagatelas. Luz. Y comer: mantelería, plata, porcelana. Todo filigrana de idilio... Tras la siesta, urbanita, me propongo el paseo. Revestido, impecable, de ciudad. Y entonces, las vacas. Pulcras. Repeinadas. Rumiantes. Rumiando. Tumbadas al sol vespertino y rural, como turistas. Y entonces, súbito, las vacas se incorporan. Impasibles, el semental las monta. Impasibles, andan y se contonean y pastan y deyectan, todo al mismo precio. Yo, urbanita, no entiendo. No puedo entender. Regreso. A la casona. Y me refugio.
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