Querido hijo:
Ahora que tienes un tercio de mi edad y, quizá, el doble de lo que me falte quiero pedirte que te calces mis gafas y mires conmigo la distorsión de la vida. Con mis gafas pareces mayor. Casi tan lejos como yo. Yo, sin ellas, veo borrosas hasta las gafas que llevas puestas que, por cierto, me parecen muy similares a las mías.
¿Recuerdas, hijo, dónde he dejado yo mis antiparras? A mi edad se olvidan las cosas. Y las gafas también. Y sin mis gafas, hijo, no veo bien. Claro. No veo claro. Incluso a ti, que tienes una figura atlética, un corazón nítido, una cara nueva, te veo borroso. Es más. Te veo con gafas. Y yo no sabía que usaras gafas. Aún más, aunque apenas las distingo, me suenan mucho. ¿No estarás jugando, tomándome el viento, y me las habrás cogido a hurtadillas y te las habrás puesto? Así, como jugando. Conmigo. Tu viejo. Jugando…
De "Curso de Gramática"
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