El aula es triste. Gris. Muy gris. Las paredes sumidas en dos tonos fúnebres que contristan. Ahora no hay nadie. Falta la magia de la clase. La vida de los estudiantes falta. ¿Por qué he vuelto a esta sala vacía? En uno de los ventanales, desmesurado, altísimo, dividido como en un ajedrez de vidrios, el cristalero -el divino cristalero- tuvo una ocurrencia. Por no sé qué razón uno de los cristales cuadrados se rompió. En lugar de sustituirlo por otro igual, transparente, el empleado, sublime, colocó uno estriado. De forma que, por algún capricho óptico, cuando miro a su través, las imágenes se duplican. Las personas, por ejemplo. Cada una de ellas se dobla, su yo y su otro. Lo milagroso de este cristal acanalado es que, a su amor, por una vez, el hombre y su geminado se coordinan, están concordes, caminan juntos por una pantalla vítrea pura, esmerilada, ondulada, casi marina, sin matarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario