Quang Nguyen Vinh (Pexels) |
El poeta no es idiota. No. No lo está. Ya sabe que, simplemente, habrá caído del piso de arriba. Ya sabe que una caracola no puede aparecer -birlibirloque- en el alféizar de su alcoba. Ya lo sabe. De sobra. Que una caracola es cosa del mar. Él, que vive en el centro... Ya sabe que es imposible. Esa caracola. En su ventana. Y, sin embargo, a contraola de la realidad, ahí persevera, en el derrame de la cristalera. Donde no debiera... El poeta no es un idiota. Habrá caído, se dice, del piso de arriba. Pero, ¿y si procediera de un bajel prodigiosamente equivocado, de un bajel que, en vez de navegar, vüela? ¿O si me la hubiera depositado una caprichosa sirena como queriendo obsequiarme un secreto? ¿O si, quizás, sólo fuera arte -parte- de restos de la resaca de mi mar de penas? No sé. No sabe. El poeta no sabe. El poeta es un pobre idiota. No sabe. Pero la caracola, dislocada, impertérrita, ahí persevera, en la luminaria de su alcoba...
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