domingo, 27 de octubre de 2013

La lupa

(más allá del subjuntivo) 

No sé a qué animal perteneciera. A qué elefante o a qué otra pasmosa fiera. El colmillo en el que yaciera -bruta- el asta de mi lupa. El colmillo en el que la ebúrnea asa se escondiera. No sé qué animal la gestara óseamente alerta. No sé tampoco quién fuera el divino artesano que la rescatara. Que la labrara. Como la tierra. Que la esculpiera. Como piedra. El minero que en el marfil hallara la veta. La potencia. No sé tampoco -nada- del orífice que engastara la lente en el aro de oro que la abraza. Que la mima. Que la rodea. El orfebre aquel que tuviera la prodigiosa idea de adosar al mango casi vivo la redonda transparencia. La lupa que acecha. Enmarcada en oro. Y su empuñadura marfileña. Para que yo la blandiera. Esgrimo mi lupa y mi lupa aumenta. Revela. No sé quién le pusiera mano -para mí- a este cristal que penetra. Que merodea.



De "Curso de Gramática".

domingo, 13 de octubre de 2013

Pumba Lacatumba

Es casi verano. Siempre es casi. Ella y yo vamos hacia la guardería. Cuatro años. El niño tiene -es tenido- cuatro años. Todos los días, cuando nos lo devuelven, cuando nos regresa, es como si la vida se precipitara a la vida. Nosotros, ella y yo, recuperamos el mundo diminutivo. Él, el niño, se asegura. Todo son dedos y bocas que se cruzan y preguntas sin pena.

Hoy, que es casi, que es casi verano, nuestro hijo nos cuenta, en palabras que empiezan, en sus palabras de juguete, que la seño le ha enseñado una canción. Y que la tenemos que -la tenemos que- escuchar. Y que nos la va a cantar. Y canta así. Pumba. Pumba. Pumba lacatumba. Y ahí se queda. Una y otra vez. De ahí no sale. Ahí se queda. En el perpetuo pumba lacatumba. Y ella, su madre, se ríe. Y yo me enojo. Me enfada ese trivial pumba lacatumba que el niño no sabe vencer. Y ahí se instala. Una y otra vez. Nada más que pumba lacatumba.

De aquello hace veintitantos años. Hoy lo he recordado. Hoy también es un día de verano. Aunque mi alma, otoñal. No lo sepa. Ella ya no está. Ella ya no se es conmigo. El niño diminutivo también desapareció entre afeitados y besos lejanos y tanta pena en las preguntas. Ya no hay risas. Casi no hay risas. Siempre es casi. Y yo, sin ella, vivo denodadamente enojado. Y, es trágico, es curioso, se mantiene. Se permanece. La vida, mi vida, ha devenido un martillo. Un estribillo. Un perpetuo, un permanecido pumba lacatumba que no me permite cantar.

4 - 8 - 13

sábado, 5 de octubre de 2013

Memoria

Llevo tantas aulas en mis años como si las venas me fueran de papel. Y tinta. Y tiza. Blanco polvo de tiza. Más de media vida, claro, es toda una vida. Toda una vida de preguntas y luz. Ahora, al cabo -al cabo…- de tanto tiempo me bromean algunas ilusiones. Por ejemplo. Recuerdo en el ensueño a mis alumnos, a los que di de comer y me nutrieron. Los recuerdo detenidos en su edad. En aquella su edad. Una formidable teoría de jóvenes permanecidos en los veinte años. No puedo -no quiero- imaginarlos crecidos. Maleados. Viejos. Mi memoria los retiene en plétora, hermosos y bellas, tersura pura y pura potencia. Me ha ocurrido, incluso, alguna vez, que la vida me ha cruzado con un antiguo estudiante ya curtido y yo le he estorbado el saludo, no he aceptado reconocerlo, me he negado a la evidencia. Los quiero a todos como eran. Porque eran. Tanteando. Intentando el primer -o el segundo- beso. Curiosos. 
Llevo tanto amor en mis años que las venas hechas polvo. Más de media vida amándola. Ahora, al cabo, ya no la tengo. Ya no tengo ilusiones. De todas todas la recuerdo con veinte años. Incluso cuando la recuerdo maleada y vieja tiene veinte años. Potente. Bella. Era entonces cuando le decía, por ejemplo: sal, rosa, himalaya fina. O le decía que me sabía a sur. Y era entonces cuando yo intentaba, siempre curioso, el enésimo beso.

17 - 7 - 13

domingo, 29 de septiembre de 2013

Maña

Es difícil. Abrirlo. Si tan sólo es cuestión de fuerza para mí será imposible. Si interviniera la maña… Entonces sí. Entonces sí podría tener éxito. Soy hombre de cuidados. No de bríos. En cualquier caso, maña o fuerza, es difícil abrir el tarro. La tapadera se resiste. Insiste en no ceder. En no cederse. En no cedérseme. Lo he intentado. De hecho, lo llevo intentando no sé ya cuánto tiempo. He empleado, incluso, un artilugio mecánico de ésos. Una maravillosa palanca universal comprada al charlatán de un rastrillo. Un formidable abretodo ante el que ningún cerramiento, ante el que ningún taperujo se atreve. Pero, claro, nada. Aquí persisto forcejeando. Perdiendo.

Es difícil abrirlo. De repente se me ocurre. La idea. La idea simple. Maña pura. Romper el vacío del frasco. Procurar romper el vacío del frasco. Así, cojo de entre todos el cuchillo más puntiagudo. Con exactitud, milimétrico, lo penetro por la frontera entre el cristal y la tapa. Aprovecho el más mínimo intersticio y hundo el pico del acero hasta desflorar, muy suavemente, su hermetismo. Pop. Ya está. Roto. En efecto, roto el vacío. Abierto lo imposible. 
Es difícil abrirlo. Si yo pudiera. Ay, si yo pudiera. Pero ni hay abretodo milagroso ni navaja lo suficientemente, lo suavemente punzante, ni conozco, ya, la maña cuidadosa como para romper el vacío de su corazón.

7 - 7 - 13

 

sábado, 21 de septiembre de 2013

Paraguas

Sufro cáncer de piel. Por si vivir fuera poco. Sufro hasta la piel. Por eso, en el ferragosto, intento proteger mi pena cubriéndome con un paraguas. Un paraguas negro que juega a quitasol. Debo cobrar un extraño aspecto, entre transeúntes tostados medio desnudos, coronado por mi paraguas el lino impecable de mi traje veraniego. Yo me preocupo en bajar el horizonte de mi artilugio hidrófugo hasta la cota de mis ojos. Así, aislado, no veo la burla del otro.

La calafateada tela negra es tupida. Prácticamente impenetrable. Pero, aun así, mientras camino la vida, el sol la reta. Y la vence. Yo, bajo la seta embreada del paraguas, soy, a pesar de todo, herido por la estrella. Todopoderoso, el sol se filtra. Se infiltra sin dificultad entre la oscuridad de mi refugio y me quema. El sol arde arrogante mi piel. Abrasa mi cáncer maldito.

Tú, desde hace ya tanto, has desplegado el paramor que me impide. Tu inexpugnable paramor. De esta manera, mientras caminas tu vida me vences. Yo intento herirte otra vez con mis flechas. Todopoderosas. Colar, colarte mi corazón mendigo. Pero tú, arrogante, con tu paramor imposible, rindes. Me rindes. Mis pobres saetas caídas. Mi pálpito detenido. Mi bajo sol. Y sólo me dejas mi cáncer maldito.

30 - 7 - 13



domingo, 8 de septiembre de 2013

Hiena

Hace tantos versos. Hace ya tantos versos que no. Así que. Aquí. Ahora. Tísico de poesía. He perdido, sí, la costumbre de tu pecho. Una cruz. Hay una cruz clavada en cada beso que no te alzo. El tiempo terco. Degollado. Y, en consecuencia, el dolor me crece como uñas. Soy no más que la víspera de que me renegaras. Escribo desde la hiena. Soy no más que una hiena humana. Completamente. Completamente hienando. Llenándome de… También he muerto. Me he muerto sólo un poco. Hasta los tuétanos. Ya no está dios. Con nosotros. Ya no nos está dios. Nuestro dios que era simple carroña. No nos resta, siquiera, tierra. Ni ejercicio metafísico.

28 - 7 - 13

domingo, 1 de septiembre de 2013

Astilla

No sé de qué rama o de qué palo o de qué vena, la astilla. Una mínima y malévola púa se me ha clavado en la pulpa del índice. Escociéndome, se me ha entrado un puñalito de madera. Cuando señalo con mi dedo la carne se me tensa y me pincha más. Es curioso. A mí me entusiasma la madera. Su brillo. El río de sus vetas. Su nobleza. Su potencia de arte. La taracea. Me entusiasma la madera. Es la primera vez que me hiere. También es la primera vez que me penetra.

Ojalá, ahora que lo viento, al menos una astilla de ella, de mi ella, de alguna de sus venas, me residiera clavada en mi dedo corazón. Ojalá, escociéndome, zalameramente me doliera. Ojalá me punzara al tensar el amor. Ojalá me penetrara, todavía, su madera. La madera de ella…

10 - 7 - 13

domingo, 28 de julio de 2013

Antidepresivo

Es una ficción. Desde hace un mes y medio. En una ficción. Vivo una ficción. Me recetaron la pastilla. Ha podido. La pastilla ha podido. Yo, antes de vencerme al fármaco, no soportaba más. La pena me había hecho suyo. Me había deshecho. Todo lágrimas en el agua del amor. Era tan hondo el fondo de su mar que no cabía intentarlo. Imposible bucear. Nadar siquiera.

Desde hace un mes y medio sobrenado. Sobre nada. Vacía, la vida me sobrelleva. Me zarandea. El alma en zig zag. Entre huecos y ceros. Agujeros. Entre el no ser y el mal ser. Solo. La soledad no es una ficción. Es una laja caliente. Que arde mi corazón. Desde hace meses vagabundeo el alma. Sin pedir, ya. Sin pedir.

En la ficción en que yerro la pastilla ha mitigado la angustia. Es verdad que desde hace un mes y medio el pecho puede comer y el estómago respira. Es verdad que desde hace un mes y medio la pastilla disimula mi angustia. Pero, también es verdad, yo sé de la angustia agazapada. Acechante. Latente. Sé que, aunque no la invento, la siento. Esperante. Pertinaz. Traidora. A pesar de que la pastilla la pretende, la angustia me ha elegido a mí.

19 - 6 - 13

domingo, 21 de julio de 2013

Las manos de Lang Lang

Mi hijo me regaló. Yo soy un melómano. Por eso voy poeta. Me regaló un disco de Lang Lang. Universo. La orilla ilimitada del círculo se expandía. A través de palabras en sol de clave. Tanta maravilla venía enfundada. La carátula del cofre del tesoro es una foto azul. Lang Lang imberbe. Puro. De ojos enormes en los que la luna. Mirándome. Mirándome travieso desde su flequillo indómito. Y las manos. Las manos de Lang Lang. Las manos alzadas. Expuestas. Dos estatuas clásicas. Vivas, claro. Arte sólo. Las manos de Lang Lang. Los huesos justos. La espiga de los dedos. Rosas al cabo. Manos como poemas. Manos belleza. Capaces de todas las pompas que caben en el milagro. Mera potencia. Las notas todas en la posibilidad de sus falanges. De sus yemas. Manos tecla. Manos instrumento. Manos Midas que convierten en piano cuanto tocan. Las manos de Lang Lang. Dos mínimos absolutos, frágiles como almas.

Yo soy un melómano. Por eso voy poeta. Quisiera -no quiero nada tanto- que me las impusiera. Que las manos de Lang Lang pulsaran mi corazón silente. Que le crearan la antigua rosa. Que las manos de Lang Lang tocaran el piano mudo de mi corazón y sonara, azul, el tesoro de antes. Antes…

29 - 6 - 13

domingo, 14 de julio de 2013

Josemari

Tiene noventa años. Son las cuatro de la madrugada. Casi sin caderas, en curva a la tierra, como sea posible, se levanta una vez más de la cama. En una mano el bastón. Trípode resignado. En la otra el orinal. Cetro de la incontinencia. Ya está de pie. Trastabilla. Carmen, la suya -no es posesivo, es amor-; Carmen, digo, también vieja, en duermevela, le sujeta firmemente el corazón. Cuando Josemari termina, temblando el bastón y el orinal y las manos, los ojos en pregunta, se vierte en voz alta: ¿Y ahora qué hago? Carmen, la suya, duermevelada, le aprieta más el corazón lento y le susurra que toca volver a la cama. A soñar.

Josemari no lo sabe. Pero sus noventa años sí saben, claro, que su pregunta, que su perdición, son la condición del hombre. ¿Y ahora qué hago?

Desde que no está ella, mi ella, desde que ella no está, ¿qué hago yo? ¿Qué hago, ahora, yo?

domingo, 7 de julio de 2013

Camiseta

Yo soy friolero. Más aún desde que se me ha extinguido el hogar del amor. Por eso, como un guante hospitalario, me visto siempre una camiseta blanca. Un algodón madre que abriga mi temblor. Escondida, discreta bajo la ostentación del traje y la corbata nadie la adivina. Pero mi camiseta cumple su maternal cuidado calefactor fielmente.

Yo soy friolero. Por eso mi camiseta siempre talla menos de lo que debiera. Así se ajusta a la derrengadura de mi tronco, a mi corazón helado, y parece como que, ciñéndolo, me calentara. Como si pareciera.

Últimamente vengo observando un fenómeno desasosegante. Hace unos días en el pecho de la camiseta se atrevió una mancha. Roja. Sangre. Fría. Sangre fría. Asustado, me la descobijé. Me desvestí. Yo no estaba herido. Al menos por fuera. Desconcertado, decidí lavar la prenda. Una vez limpia y seca volví a ponérmela. Reconfortado, no pensé más en el suceso. 
Cuál no fue mi sorpresa, por la noche, al caer en la cuenta de que la mancha, en el mismo pecho de la misma camiseta, reapareciera. Confundido me exploré. Yo no sangraba. Incluso me ausculté. Lento, abrupto, el corazón me palpitaba pena.

Estos últimos días he lavado y requetelavado la intriga de la maculada camisilla. Una y otra vez, al despojarme, la mancha -sangre fría- se exhibía con estridencia. En el pecho blanco de la blancura. Por fin la he llevado a un laboratorio lleno de ciencia. El científico me ha dicho que, en efecto, la sangre persistente no es mi sangre. No procede de mis venas. La sangre fría que todos los días se obstina en el corazón de mi camiseta es de ella. De ella…


21 - 6 - 13

sábado, 29 de junio de 2013

Su primer sueldo

Su primer sueldo. Bien sujeto. Lo llevaba bien agarrado en el bolsillo. Unos cuantos billetes grandes. Iba contándose el cuento de la lechera. Y le voy a regalar tal cosa a fulanita. Y tal otra a menganito. Y les voy a invitar a mis padres… Y me voy a comprar… Llevaba prisioneros los billetes en el bolsillo. Su primer sueldo. No lo sabía. Pero pronto se tendría que bajar los pantalones. Y los perdería. Los pantalones. Digo…

De "Teoría de Fragmentos"

domingo, 23 de junio de 2013

Zaratán

Un cangrejo en el pecho. Como un zaratán, un cangrejo en mi pecho. En mi pecho, que se ha quedado sin mujer. Hay un zaratán en mis pechos de hombre. Desde la poesía le he pedido a ella que vuelva. Pero ella, ya, no me lee. Soy, exactamente, de la sangre con que se ha ido. No me puedo creer. No puedo creerme. No puede ser -y todo cabe en estas palabras- que ya no me cuide. Que ya no la proteja con el beso. Es imposible -todo cabe- que yo ya no quepa en su amor. Me reconozco tierramente solo sin su belleza. Como si la vida no me cumpliera. Ella y yo, ya, no soñamos el mismo vuelo. Ya, no volamos al mismo fuego. Ya, no ardemos el mismo sueño. Ya no es ella mi profesión. ¿Cuántas rosas había en el dorsal de nuestro dos? A nuestros secretos, como a nuestras estrellas, les sobraban los números.

Como un zaratán, un cangrejo en mi pecho. En mi pecho, el tumor del vacío.

22 - 5 - 13

 

domingo, 16 de junio de 2013

Tratamiento

El médico me ha dicho que tengo que tomar la pastilla durante años. La droga contra la postración. Porque me va a durar kilómetros. Me ha dicho que una célula de pena, como una bacteria, como una flecha, se ha clavado en la libélula de mi amor. Me ha dicho, también, que las plumas de la paloma de mi esperanza han perdido las alas. Ya no podrás volar. Ha concluido.
 
El médico me ha recetado la pastilla, crónica, para todos los kilómetros de la soledad. Yo no confío en que la píldora sea suficiente piedad para mi horizonte. Lenitivo bastante para la SUMMA de mi dolor. Creo -me creo- que, a pesar del tratamiento, lo inevitable es ser espina en corona de pasión…
 
A pesar del tratamiento, ahora, si miro al cielo, es para estrellarme. De entre toda la rabia de todos los miserables de la vía láctea la mía es más. 
 
29 - 5 - 13

sábado, 8 de junio de 2013

Perro Viejo

Está esperando. Fumando el tiempo despaciosamente está esperando. Fumándose despacio el tiempo. En el límite del parque. De vez en cuando, entre las vaharadas de su propio humo, mira hacia atrás. Tranquilo, mira hacia atrás. Y, allá lejos, está él. El perro viejo. Que avanza sin avanzar, derrengando cada paso, los ojos cansados, la melena cansada, exhausta la vida. A través de las cataratas columbra a su amo fiel. Que le espera fumando. Como siempre. Como siempre le espera. Y el perro viejo hasta ensaya menear la cola.

Yo, perro viejo también, observo envidioso tanta mutua lealtad. De repente, en súbito susto, miro tras de mí y, claro, no veo a nadie enamoradamente esperando.

17 - 5 - 13

sábado, 1 de junio de 2013

Sastrerías


Me encantan las sastrerías. Puesto que mi cuerpo es alma las sastrerías son el refugio idóneo para mi fragilidad. Elijo la tela que me va a acorazar. El sastre toma medidas. Me toma medidas. Como si yo fuera un campo. Geometría. Y, finalmente,  por mor de las manos demiúrgicas, un anónimo retal cualquiera se resuelve en mi narcótico disfraz.
 
Me encantan las viejas sastrerías. Todas de madre madera. Sus baldas de nogal. La filigrana del hilo de naranjo. Las viejas sastrerías acogedoras. Cobijadoras.  Mentirosas. Me encantan. Me encanta, sobre todo, su olor. Ese olor plateado a tijerazas caricaturescas. Ese olor azul de los tejidos obscenamente dispuestos, expuestos.
 
Ese olor adictivo de las viejas sastrerías me recuerda inevitablemente a mi padre. Me evoca aquella vez, tendría yo nueve o diez años, en que lo acompañé a una prueba. Le estaban cosiendo otro traje nuevo. El maestro costurero nos esperaba reverente. Nos pasó a un elegante vestidor. Tan grande. Allí mi padre y yo nos quedamos a solas con el fascinante terno. Y entonces se me abrió la sorpresa. Me volaron los ojos. Para probarse el nuevo, claro, mi padre hubo de despojarse del impecable conjunto diplomático que llevaba puesto. Fuera la chaqueta. El chaleco fuera. Yo miraba atónito. Descubriendo. Abajo también los pantalones con su raya exacta, vertical. Don Padre casi en cueros. Desnudo de su armadura. Y, así, puro hombre, era igual que yo. Igual que yo…
 
Ahora, todavía, me siguen gustando las sastrerías. Las pocas viejas sastrerías que resisten. Pero, ahora, sin padre y sin amor, cuando me desvisto, pobre, sin amor, en sus probadores, ya no soy igual que era mi padre. Hombre puro. Ya no soy, siquiera, igual que era yo. Ahora, solo, maniquí. Muñeco surreal.
26 - 5 - 13

domingo, 26 de mayo de 2013

Araña


Hay una araña en la entrada de mi casa. En la entrada, como si fuera muy adentro. Luce cinco brazos. En cuatro de ellos alumbran sendas bombillas halógenas, nuevas, cuyo cristal es pura transparencia. En el otro brazo se resiste una válvula incandescente. Una vieja válvula incandescente ahumada. Ilumina desde hace no sé cuánto cielo. Cual si iluminara eternamente. Parece que nunca se fundiera. Que nunca se extinguiera. Parece que su fuego fuera rescoldo infinito. Tuero perfecto. 

Hay, también, una araña en la entrada de mi amor. Una araña que me araña como si fuera muy adentro. Ahora sólo hay araña. Antes había una permanente bujía que, aunque ahumada, me iluminaba desde hacía no sé cuánto cielo. Ahora es apagamiento infinito. Ciego perfecto.

19 - 5 - 13

domingo, 19 de mayo de 2013

Violín

Hace ya muchos daños, justo cuando enamoró mi pasión, un laudero me dijo que el violín es el instrumento que resuena más como la voz del hombre. Que más se asemeja al llanto humano. Su capacidad de armonía, al frotar con tensión las cuerdas, llora el diapasón -sol, re, la, mi- de la más honda congoja. El cuerpo estilizado de un violín es un cuerpo encogido por el dolor. Un dolor que le dobla la cintura, que curva y estrecha el orgullo, un dolor que colma su bóveda. Hasta el mástil del violín se encorva, al extremo, en una voluta de alta tristeza. El alma del violín es un sufriente cilindro que gime desde su madera. La lástima del violín suena aguda. Es la lástima más aguda de la creación. El cantino del violín puja el quejido más afilado que cabe en un verso.

Hace ya muchos daños un laudero me dijo que el violín es el instrumento que más se asemeja al llanto humano. Desde entonces he escuchado mucho. Con asombro he alcanzado la certeza de que ningún violín, por prodigioso que fuera, por atribulado que fuera el rumor de su remota fídula, de su afligida vihuela, ningún violín vibra la pena tanto como vibra mi pena, ningún violín tremola tanto como tremola mi quiebra.
 
27 - 4 - 13

domingo, 12 de mayo de 2013

Hierro

No existe la eternidad. La eternidad pequeña. La eternidad del tamaño del hombre. Del tamaño de un hombre. La mía. No existe, ya, mi eternidad.
 
No sé de la grande. No sé si Dios es eterno. Si es eterna la electricidad de una centella. O el odio. No sé si son eternos. Ni me importa.
 
Pero sé a ciencia cierta, ahora, que ahora no existe mi eternidad. No existe la eternidad del tamaño de un hombre como yo.
 
Antes sí. Antes yo era eterno. En pequeña proporción. No como Dios o la luz de una centella o el infinito del odio. No. En proporción pequeña. Yo antes era eterno en el amor. En su alegría eterna. Y no imaginaba, ni siquiera imaginaba, que la eternidad se pudiera acabar. Que se me acabara. 
 
Nadie -sólo yo- es capaz de tanto hierro. Del hierro de saber esto. Un hierro sin Dios. Sin centella. Sin odio. Puro hierro. Yerro eterno.
2 - 5 - 13

sábado, 4 de mayo de 2013

¿Errendi?


Me hacía una pregunta. Siempre me ponía una pregunta a la altura. Una pregunta que me hacía más alto. Yo lo notaba. Cómo crecía. Aunque nunca tuviera. Aunque nunca acertara la respuesta. Mi hermano mayor -él creía que jugando- siempre me perturbaba con alguna de sus preguntas. Por ejemplo. A que no sabes cómo se llama un cabo muy grande que hay al sur de África. Muy ufano me espetaba que él sí. Que él sí que lo sabía. Porque se lo acababan de explicar -de explicar…- en el cole. En su clase. Que era, claro, la de los mayores. Yo, aturdido, saltando mi ignorancia de un pie a otro, ni siquiera sabía qué fuera un cabo -un soldado no era, eso seguro- ni qué fuera África. Aunque notaba que crecía, que crecía con la pregunta, mi conturbación era tan grande como mi rabia. Mi hermano mayor, conmiserativo, entonces, indefectiblemente me regalaba una pista. Te voy a dar una pista, sonreía. Empieza por E y termina por A. Yo me estrujaba los sesos que, como dedos, se me habían caído a los bolsillos de los pantalones. Y, humillado, le respondía que no. Que no lo sabía. Que ni aun así lo sabía. Ni aun con la pista de las vocales inicial y final. Llegados a este punto, mi hermano, disfrutando dolorosamente, inquiría, me inquiría: ¿errendi? Lo que, en nuestra jerga infantil y secreta, equivalía a un demoledor ¿te rindes? Yo me debatía entre mí mismo, rebelde a la derrota, hasta que, en un alarde de fragilidad, muy bajito, susurraba que sí. Que me rendía. Y ahí la edad de mi hermano mayor se engallaba chillando: ¡Esperanza, el cabo de Buena Esperanza!

Hoy, muchos años después, ya no hay hermano mayor. Yo soy, insuficiente, mi propio hermano grande. Cuánto daría por mantenerlo. Por mantenerme el pequeño. Persiste, sin embargo, la pregunta. No aquélla, claro. Sino otra. La pregunta. Que no me eleva. Que me perturba implacablemente. No hay, tampoco, colegio donde me la puedan explicar. Explicar… Ni hay, tampoco, pistas sobre su resolución. Así, vivo derrotado. Sin ella. Como el hierro, como el yerro, férreamente rendido. Sí. Rendido. Sin ella. Lejos. Indeciblemente lejos, al cabo, de la buena esperanza.

19 - 4 - 13